La impotencia en la que uno se encuentra en un momento dado, impotencia que nunca debe considerarse como definitiva, no puede dispensar de permanecer fiel a sí mismo, ni puede excusar la capitulación ante el enemigo, sea cual sea la máscara que adopte. Y el enemigo más importante sigue siendo el aparato administrativo, policial y militar; no el del otro lado, que es nuestro enemigo sólo en la medida en que es enemigo de nuestros hermanos, sino el que dice ser nuestro defensor y nos hace esclavos. En cualquier circunstancia, la peor traición posible es siempre aceptar la subordinación a este aparato y pisotear, para servirlo, en uno mismo y en los demás, todos los valores humanos. Desde hace dos meses y medio Europa está asistiendo a la crisis bélica más grave desde el final de la Segunda Guerra Mundial1/. Muchos años de ascenso del neoliberalismo y de demolición social, de resurgimiento de valores reaccionarios ligados al nacionalismo etnicista o al fanatismo religioso, de nuevo auge del “keynesianismo militar”2/ de las grandes potencias y, último pero no menos importante, de eclipse del imaginario socialista entre las amplias masas ha creado las condiciones sociopolíticas e ideológicas de la tragedia en curso.
La invasión criminal, imperialista y atroz que Vladímir Putin inició el pasado 24 de febrero (que pasará a la historia como una de las fechas más siniestras e ignominiosas del mundo contemporáneo, junto al 28 de julio de 1914, el 1 de septiembre de 1939 o el 9 de agosto de 1945) merece la condena y la repulsa unánime de cualquiera que se considere, no ya marxista, antiimperialista y anticapitalista, sino incluso defensor del derecho inalienable de los pueblos a decidir su futuro o de las ideas más elementales de la Ilustración. La posición a adoptar frente a ella debe ser inequívoca: detener la agresión inmediatamente, la retirada de las tropas de la Federación rusa, apoyo a la resistencia (militar y civil) ucraniana contra una agresión imperialista y solidaridad con las víctimas y los refugiados y apoyo no menos decidido a la oposición rusa a la guerra. En mi opinión esta orientación debe ser la base política para la izquierda en general, y la anticapitalista en particular, tanto en Europa como en el mundo.
La acción de Putin no es sólo criminal y catastrófica para Ucrania, sino también suicida y extraordinariamente peligrosa para Rusia misma3/, para el conjunto de Europa y para el mundo entero. Hay un gran consenso en torno a la idea de que en toda guerra una de las primeras víctimas es la verdad y que, si ya cualquier análisis riguroso en situaciones normales debe ser capaz de penetrar una enorme capa de abstracciones, prejuicios y falsedades que envuelven y ocultan las relaciones sociales capitalistas, en tiempos de guerra el manto de propaganda, falsedades, desinformación, demagogia y exageraciones que acompañan al combate militar obliga a redoblar el esfuerzo por desarrollar la crítica en el sentido del joven Marx: levantar todos los velos que encubren las relaciones sociales que imperan en la sociedad. La propaganda de guerra, la prolongación de las acciones bélicas por otros medios, por parafrasear a Clausewitz, es un arma utilizada por todos los bandos: atacantes y defensores, aliados de los atacantes y aliados de los defensores.
Sería sumamente peligroso, pero en mi opinión un reflejo tan funesto como común en la izquierda, adaptarse a la propaganda de cualquiera de los bandos en nombre de la lucha contra la propaganda de sus adversarios. Esta constatación no implica de ningún modo hacer abstracción de que en esta guerra hay agresores y agredidos, sino afirmar que sólo la verdad es revolucionaria y que el deber de solidaridad nunca debe conducir el abandono de un enfoque crítico. ”4/. Una afirmación de estas características ilustra perfectamente la utilización ideológica reaccionaria y liberticida del impacto psicológico y la conmoción que provocan situaciones traumáticas para los pueblos5/, como analizó Naomi Klein6/. Es una necesidad política de primer orden impedir que nuestra rabia e impotencia ante el sufrimiento y la destrucción que está provocando esta guerra, nuestro apoyo al pueblo ucraniano y nuestra consternación e indignación ante la muerte de soldados y civiles ucranianos y la no menos trágica muerte de soldados rusos nos conduzca a adaptarnos a la propaganda mediática y gubernamental de los países occidentales y demonizar y caricaturizar al Bonaparte retronacionalista y neopietista de Putin7/ o, peor aún, al pueblo ruso mismo.
Como recordaba a menudo Daniel Bensaïd, cuya ausencia notamos tan intensamente en momentos críticos como el actual, “antes de juzgar hay que entender”. Y yo añadiría que para actuar conscientemente todavía es más importante entender, es más, que intentar entender también es empezar a actuar. En estos tiempos de shocks a repetición -securitarios, económicos, climáticos, sanitarios, y ahora bélicos-, también vuelve a ser necesario recordarlo, es inaceptable la inferencia demagógica à la Valls de reducir la comprensión a la justificación. En esta aportación al debate de la izquierda no tengo pretensión alguna de decir ninguna genialidad sino, más modestamente, alertar sobre el peligro de hacer concesiones ideológicas fundamentales ante el ambiente maniqueo que se está creando en muchos países8/, arrojar algo de luz sobre lo que a mi juicio son evidencias geopolíticas e históricas a pesar del ambiente de intimidación intelectual que están creando no pocos políticos9/ y periodistas10/, y recordar que, ante el cambio de época radical que estamos viviendo, en el que habrá que resistir giros inesperados, grandes presiones y trabajo a contracorriente, hacer determinadas afirmaciones, con a mi juicio una alegría y una indolencia pasmosas, puede perseguirnos y minar gravemente nuestra credibilidad política durante años e incluso décadas.